viernes, agosto 12, 2005

EL REGRESO




















“Entonces, como es natural para todos nosotros, lo primero que querrás hacer es volver a Los Ángeles. Pero no hay modo de volver a Los Ángeles. Lo que dejaste allí está perdido para siempre. Para entonces, claro, serás brujo, pero eso no ayuda; en un momento así, lo importante para todos nosotros es el hecho de que todo cuanto amamos, odiamos, o deseamos ha quedado atrás. Pero los sentimientos del hombre no mueren ni cambian, y el brujo inicia su camino a casa sabiendo que nunca llegará, sabiendo que ningún poder sobre la tierra, así sea su misma muerte, lo conducirá al sitio, las cosas, la gente que amaba”.
-Diálogo entre Don Juan y Carlos Castaneda del libro Viaje a Ixtlán.

Amanecía y el sol de invierno traspasaba con implacable elegancia el velo de niebla que ocultaba a la ciudad, golpeando nuestros sonrojados rostros mientras nos alistábamos para abordar el tren que nos llevaría al desierto. Los efusivos abrazos con que se despidieron nuestros padres, delataban la inseguridad que sentían al permitir que dos críos como nosotros se aventuraran a un lugar tan inhóspito y sin experiencia alguna. El silbato del tren aulló con fuerza anunciando el adiós y partiendo de tajo la sensibilidad que rodeaba a aquel momento.

Dos días pasaron desde que llegamos a un pequeño pueblo, el cual me recordaba mucho a los pueblos fantasmas que eran recreados con frecuencia en los clásicos Westerns de Hollywood. El lugar se encontraba rodeado por el desierto y por una fragmentada cadena de montañas que lo coronaban a varios kilómetros al este. Fue durante la mañana del tercer día que decidimos adentrarnos en el desierto, fascinados por lo inusual de los relatos que un anciano se dedicó a contarnos desde que llegamos a dormir a su hostal y por la inflexible terquedad de un perro salvaje de arrastrarnos en su interior cada vez que se le presentaba la oportunidad. El viejo se limitó, a la orilla del pueblo, a darnos los últimos consejos antes de partir como si se tratase de un par de polluelos recibiendo instrucciones para volar a diferencia del perro que no titubeo en acompañarnos. Comenzamos a andar hasta apostar nuestra casa de campaña a unos cuarenta kilómetros del pueblo más cercano. La zona que habíamos elegido era dueña de una característica poco común, la cual sólo era posible percibir alejado de ella. Esta zona me daba la impresión de no pertenecer del todo al resto del desierto. Dentro de ella uno podía observar todo lo que ocurría a su alrededor, pero lo que estaba fuera parecía no percatarse de lo que sucedía en el interior. Quienes pasaban cerca de ahí, ya fuera caminando o en sus descuidados medios de transporte atiborrados de turistas, eran incapaces de advertir nuestra presencia. Era cómo estar dentro de una burbuja que lograba reproducir sorprendentemente el efecto de una Cámara de Gesell, formando una frontera a nuestro alrededor que separaba a una pequeña parte del desierto de todo lo demás. Una vez abandonada está zona, el campamento y cualquier otro punto en su interior que sirviera de referencia para volver a localizarlo, se desvanecía en los aires. Esta peculiar característica la descubrí a la mala, pero esa ya es otra historia. Así que la abandoné solamente en dos ocasiones: la primera por error y la segunda para nunca volver.
El sol caía inundando de coloridas pinceladas el cielo y preparando el telón para las estrellas que comenzaban a aparecer dejando un rastro de espirales. Aquel atardecer me maravilló de tal forma que me hizo sentir honrado con mi fortuna como hombre. Era increíble ser parte del lienzo que poco a poco nacía de la mano del mundo. Con la llegada de la noche, Santiago empezó a encender el fuego para preparar el café que nos acompañaría durante el resto de la velada. El efecto que causaba el atardecer sobre el paisaje, me hacía imaginar a un grupo de cactáceas que se asomaban en el filo del horizonte como un inmenso sembradío de maíz. No tengo idea del por qué mi percepción me hacía esa jugarreta. Por un instante no tuve duda de que los maizales no tenían fin de modo que derramé una botella de agua sobre mi rostro intentando acabar con la ilusión. Miré a Santiago en busca de una señal que me revelará que él también sufría de la misma alucinación, pero no logré percibir nada extraño. El empeño con que preparaba el fuego lo había mantenido al margen de todo lo que sucedía a su alrededor.
La noche finalmente dejo caer su cortina como nunca antes había visto, sumergiendo al desierto en una profunda oscuridad donde algunas estrellas rasgaban majestuosas el cielo con su presencia. Tuve entonces el presentimiento de que esa noche dejaría mella en mi vida. El silencio había hecho presa de todos los sonidos naturales, confinándolos con una quietud escalofriante. La luz de la fogata sólo nos permitía ver con claridad a unos cuantos metros de distancia, pero la escasa luz que proyectaban las estrellas me era suficiente para ver las siluetas de los maizales que de nuevo resurgían en mi percepción. Fue en ese momento que algo irrumpió furtivamente en el paisaje atrapándome. Se trataba de un par de luces que se acercaban de frente y lentamente, a una distancia aproximada de doscientos pasos. Santiago al ver que se acercaban, chasqueó la lengua y me preguntó:
-¿Hey Mateo, qué es eso? –mientras señalaba hacia el lugar donde me hallaba observado los inmensos maizales.
-No tengo idea, Santi –respondí tímidamente, comprimiendo en un nudo el semblante de mi rostro. Creo que es un jeep. La inseguridad de mi respuesta pareció no convencerlo del todo, pero era mejor hacerlo que pensar en otra posibilidad.
El pensar que se trataba de un jeep defendía a mi frágil razón, pero a medida que avanzaban las luces aquella seguridad se iba desvaneciendo, frustrada por su inminente fracaso. Ninguno de los dos expresaba señales de miedo y sin embargo el lugar ya apestaba a él. Una luz más se unió a las otras aproximándose por nuestro costado izquierdo. Finalmente, el nerviosismo se hizo obvio, entorpeciendo nuestros movimientos para apagar el fuego. Nuestro desplazamiento era semejante al de un par de cucarachas sorprendidas en la cocina y a mitad de la noche robando migajas.
-¡Apaga el fuego, cabrón! –me dijo apresurado Santiago. Pueden ser asaltantes o algo peor. Nuestra reacción estaba justificada en el hecho de que era muy raro ver autos a esa hora merodeando por el lugar.
Sentí que nuestras conductas se estaban volviendo paranoicas conforme las luces acortaban su distancia. El perro, que consideraba como una especie de guardián durante nuestra incursión en el desierto, había desaparecido sin dejar rastro alguno, lo cual me pareció un mal augurio. Imaginé que el perro nos había arrastrado hasta aquí como un par de huesos para enterrar. De hecho mis pensamientos acerca del perro fueron más allá al grado de creer que en realidad era la personificación de un poderoso ser que nos había colocado estratégicamente en esta situación. Un momento después las luces que se aproximaban de frente, comenzaron a separarse por varios metros y con ello mi teoría de un jeep se iba al carajo. Fue entonces que en un intento desesperado Santiago propuso la siguiente teoría, la cual me pareció estúpida y me lamenté al no poder creerle por más que mis entrañas intentaron aferrarse a ella.
-¡Ah, no se trata de un jeep güey! Ya sé, son un par de motocicletas como la que viene por la izquierda- dijo suspirando y con fingida sorpresa.
-¿O tal vez la luz de la izquierda sea un jeep con un faro descompuesto? ¿Igual y todos lo son y tienen el mismo problema? –repliqué con una paranoia que ya empezaba a rodearme sin tregua, haciendo castañear mis dientes.
Las luces se encontraban a cien pasos y la espalda se me heló cuando noté un detalle que hasta ahora había pasado inadvertido para ambos, pero que ya poco importaba.
-¿Santi, por qué aún no logro escuchar el motor de ninguna de ellas? Y no me vayas a responder con la pendejada de que tienen silenciador porque ya había pensado en ello –pregunté francamente preocupado. Su silencio y verlo paralizado me aterró, haciéndome olvidar apagar el fuego y terminar de levantar el resto de los utensilios para el café. En ese momento ya imploraba a cuanta deidad conocía para que se tratara de ladrones.
Finalmente, conforme se acercaban las luces y notamos que se hallaban levitando a unos tres metros del suelo, toda forma de explicar o conceptualizar lo que ocurría se desvaneció. Su aspecto era esférico, de poco más de dos metros de circunferencia y semejante al sol en el momento de atardecer. Me resultaba incomprensible que a pesar de su brillantez no me cegaban y que además lograban contener su luz de modo que no iluminaban nada a su alrededor. Al presenciar tal contradicción, tuve la sensación de que no tendríamos la menor oportunidad de escapar. Aquella situación colocó en jaque a mi razón en una lucha por mantener su dominio mientras era confrontada por lo sobrenatural de los eventos que atestiguaba. Imaginé a mi mundo como un inmenso rompecabezas en el que algunas de sus piezas ya no lograban encajar y que de un momento a otro se desplomarían, dejándome a merced de un nuevo cuadro que me sería desconocido y, por lo tanto, aterrador. Mi mente fue abatida y lo que ocurrió a continuación fue algo que se mantuvo oculto en mi inconsciente durante varios años y que hasta ahora he logrado traerlo de vuelta a la superficie de mi memoria.
Continuamos paralizados ante la imponente imagen de las esferas que ya se encontraban a unos cuantos metros de distancia. Correr era inútil. Mi visión se enganchó a las luces que llegaban de frente haciéndome imposible ver a la tercera y a mi compañero. Como un caballo de tiro, mi visión estaba limitada y encaminada hacia un destino que no era de mi elección. Ya no sentía pánico, ya no sentía nada. Tuve la sensación de verme apresado por filamentos de luz, como si se tratase de tentáculos, que provenían de las esferas y cuyo único propósito era mantener a su presa cautiva como en una red atunera; me agité frenéticamente por mi supervivencia. Un impulso eléctrico que emergió del suelo me hizo sentir que las plantas de mis pies eran taladradas, como si una especie de raíces naciera de ellas sujetándome contra el suelo y haciéndome adoptar una posición rígida en todo mi cuerpo. Era como si me hubiese petrificado. El impacto de su fuerza corría a través de mis piernas como dos ríos desbocados serpenteando por todo su largo, conectándose en el cóccix y subiendo por toda mi columna hasta llegar a lo alto de mi cabeza donde la reventó haciéndome levantar la mirada perdida al cielo. El dolor que experimentaba mi coronilla era tal que de haberme podido desmayar lo habría hecho. Imaginé que un rayo me había atravesado, partiéndome en dos. Mis entrañas se agitaban, rugiendo y retorciéndose. Para ese entonces, no tengo duda de haber ensuciado mis pantalones. Mi mandíbula se encontraba ejerciendo tal presión sobre mis dientes que, por un instante, pensé que se quebrarían como terrones de azúcar. La tensión en cada uno de mis músculos, hasta de aquellos que desconocía, me inflingía un dolor que en otras circunstancias me habría sido insoportable tolerar. Un intenso hormigueo atacaba con calor y frío algunas áreas de mi cuerpo. Había perdido el control sobre mi cuerpo lo que me hizo abandonarme a mi suerte y fue en ese preciso momento de flaqueza que recibí la primera sacudida de las esferas, levantándome del suelo por algunos metros para desintegrarme poco a poco en su luz. Mientras era consumido por ellas tuve conciencia y se me reveló que: ¡Estaban vivas, tenían conciencia y eran perfectas! Cada fibra de mi ser atravesaba por ellas y mi cuerpo temblaba descontrolado. Al traspasarlas era como si fuese agua turbia y ellas un especie de colador, filtraban hasta la más ínfima parte de mi ser. El calor que me envolvía se volvió intolerable, aunque éste extrañamente no lo percibiera en mi cuerpo, sino en un lugar más allá de mi comprensión. Mi mente estaba en blanco y ni siquiera la idea del tiempo o de la muerte estaba presente.
Una vez en el interior de la esfera (al menos eso es lo que deseo creer), mi cuerpo se había esfumado quedando sólo mi conciencia, testigo mudo de todo cuánto experimentaría. Al rozar su cubierta tuve la sensación de ser un embrión dentro de un huevo, pujando por nacer. Su cascarón dorado vibraba a una velocidad casi imperceptible, causando un sonido grave que hizo eco por algunos segundos en mí ser. Cuando logré sincronizarme a su vibración, la cubierta comenzó a adoptar un color cristalino, permitiéndome ver una imagen nítida del desierto (o lo que fuera aquello) desde su interior. Poco tiempo permaneció la imagen, cediendo su lugar a una oscuridad total precedida de un infinito número de filamentos que surcaban por todos lados, simulando una gran telaraña. Imaginé que así debía ser como se vería, en el cosmos, el interior de una nebulosa. Los filamentos se aglutinaron en algunas zonas hasta tomar la forma de cada uno de los elementos que conformaban el ecosistema del desierto. La magnificencia de la imagen me conmovió de tal forma que una explosión de alegría me colmó. Sentí descubrir la íntima conexión que existía entre cada ser y que a pesar de su irónica y perfecta individualidad formaban parte del todo. Nada era independiente ni dependiente de lo otro, simplemente era, y yo anhelaba con todo el corazón aferrarme a ese sentimiento y nunca dejarlo escapar, así que me embriagué con su visión hasta perder la conciencia.
Segundos después, la esfera me abandonaba mientras caía con increíble lentitud, desafiando la ley de gravedad. ¡Había recuperado mi cuerpo! Al hacer contacto con el suelo, éste se cimbró acompañado de un estruendo, alterando su superficie y neutralizando mis sentidos por varios minutos. Yacía tirado, boca arriba, como si hubiese sido deshuesado durante un traumático proceso perdiendo cualquier voluntad sobre mis extremidades. Mi boca permanecía abierta y seca con la lengua pegada al paladar, esforzándose por inspirar una bocanada de aire o lamer una gota de sudor que se deslizaba por mi rostro, que le devolviera la vida. El sudor era tan abundante como si me hubiese duchado con agua helada, provocándome escalofríos que me hacían estremecer. Mi mirada se perdió embelesada con la hondura del cielo mientras esperaba que la guadaña me asestara el golpe final.
Cuando recuperé el sentido, me hallé apresurado lanzando al interior de la casa los utensilios del café mientras Santiago maniáticamente pisoteaba las últimas brazas del fuego. No estaba del todo consciente, más bien estaba operando de forma casi mecánica. No tenía la menor idea del por qué actuaba con tal frenesí, ni de que hacía allí, hasta que volvió a mi mente la imagen de las esferas. Mi miedo regresó y me apresuré aún más. Lo último que recordaba era que estaban a punto de impactarse contra nosotros. ¡Olvidé que lo habían hecho! Al no recordar este episodio, mi mente continuó actuando como sí estuviesen por llegar, negándome el acceso a lo que momentos antes había sucedido. Pensé en levantar la mirada hacia los maizales que por el atardecer había contemplado para asegurarme de que estaban allí, pero no tuve el valor de hacerlo, así que lo di por hecho. Lo único que venía a mi cabeza una y otra vez era que debía evitar el encuentro de cualquier modo o las consecuencias serían irreversibles. Creo que Santiago estaba de acuerdo conmigo pues de un sólo salto, digno de un felino, entró a la casa y yo tras él con el afán de eludir el encuentro.
Todo en el interior de la casa estaba ordenado a pesar de haber aventado despreocupadamente la mayoría de los utensilios. Tal hecho pasó sin importancia para mí y creo que Santiago ni siquiera reparó en él. Un absurdo sentido de seguridad nos confortó a ambos. Sentía que las delgadas paredes de tela de la casa me brindaban la misma protección que el concreto de un búnker. Repetí la misma conducta cuando niño de encontrarme a salvo de cualquier amenaza bajo las sábanas de mi cama. ¡Ah, como añoraba mi hogar en aquel momento! Imaginé que las esferas estaban pasando por encima de la casa y que había logrado evadirlas. Una gran sonrisa se pintó en mi rostro que, sin embargo, no consoló a mí ser. Mi compañero parecía estar compartiendo el mismo sentimiento. Ninguno de los dos abrió la boca para hablar sobre lo ocurrido. Ahora que analizo lo extraño de mi comportamiento, me es lógico pensar que el sentimiento no era más que una urgente negación, que como mecanismo de defensa, me permitió salvaguardar a mi razón de la locura, ocultando el traumático evento en lo profundo del iceberg de mi conciencia.
Mi cuerpo aún experimentaba una intensa ola de calor, incitándome a desnudarme pero mi pudor sólo me permitió quedarme en calzoncillos, señal de que mi ego estaba también de vuelta. En cambio, mi compañero me arrebató la frazada que rechacé, para calmar el penetrante frío que le calaba hasta los huesos. Ya nada parecía estar fuera de lo normal, después de todo, normal era ya sólo una palabra. Bebí lo que quedaba de mi agua y dormí tan profundamente como en pocas ocasiones con un vago pensamiento que me aseguraba que los maizales no existían.
Tres días después me encontraba montado de nuevo en el tren con destino a casa intentando armar el rompecabezas de todo lo sucedido durante el viaje. Muchas cosas se escaparon de mi mente en aquel entonces, como lo aquí relatado, que a penas empiezo a recuperar. Al llegar a la estación, vimos por la ventana del tren a nuestros padres esperándonos impacientes sobre el andén. Cuando por fin detuvo su marcha, nos lanzamos a sus brazos emocionados. Algo estaba mal, los padres de Santiago no correspondieron a su abrazo, parecían desconcertados.
-¿Dónde está mi hijo, Mateo? –me preguntó asustada su madre y con algunas lágrimas que ya inundaban sus ojos.
-Aquí está, es quien se lanzó a sus brazos –respondí con un nudo en la garganta que me estaba asfixiando. La duda sembrada por la madre y quedarme atónito, con el silencio como respuesta, me carcomió el alma.
Hasta el día de hoy, su madre espera calladamente su llegada cada viernes en la estación del tren. Nunca tuve el valor para confesarle lo ocurrido pues todavía dudo de ello. ¿Sí algún día volverá? No lo sé, pues a veces pienso que nunca se fue. En realidad no deseo averiguarlo, no soy tan ambicioso, sé que algunas cosas nunca las descubriré y que tal vez están mejor enterradas.